Siempre me han encantado los niños, al nacer mi hija me descubrí como la marea al atardecer y me dejé llevar.
Tengo inmortalizado en una foto el momento en que pusieron a Sofía sobre mi piel, el magnetismo fue tan fuerte que no podía separarme de ella, al dejarla en la cuna me sentía como si la distancia me doliese y la volvía a coger, la primera noche la pasamos pegaditas, tan unidas por fuera como lo habíamos estado por dentro.
A los dos días de nacer Sofía estaba amarilla, bilirrubina alta. «La vamos a tener que pasar a la UCI para ponerle un foco» Aún no me había subido la leche pero Alberto fue a comprar un sacaleches y después de estimularme hasta las tres de la mañana conseguí bajar 20 ml de mi propia leche que le di en un biberón por el agujero redondo de la incubadora. Al día siguiente nos fuimos a casa.
Estuvo en control de peso cada dos días, yo empeñada en darle el pecho, el pediatra empeñado en darle leche de formula. Por suerte encontré un taller de apoyo a la lactancia materna y conseguimos establecer una lactancia que durará tanto como nos apetezca.
Cuidé a mi bebé con todo el mimo del mundo, por las mañanas la paseaba amarrada a mi cuerpo con una tela larguísima en un nudo perfecto que nos procuraba sensaciones similares a la simbiosis de la gestación;
por las tardes ponía música tranqui y masajeaba todo su cuerpecito: pies, piernas, barriguita, espalda, brazos y cara, mis manos se deslizaban por su suavísima piel de bebé posándose como mariposas en cada toma de contacto; Sofía olía a amapola y canela, a sueño hecho realidad;
Las noches eran silenciosas, un nido de besos y caricias cuando dormía, un baile rítmico de balanceo y canto susurrado cuando se inquietaba; Me mantenía en vigilia controlando su respiración, vigilando su pañal y acercando mi pecho a su boca en sus despertares.
Cuando Sofía aprendió a andar empezamos a frecuentar parques, playa, espacios infantiles, talleres, teatros… Cerca de casa teníamos un parque precioso que fue una antigua mansión con un inmenso jardín de árboles altísimos llenos de nidos de loro. Allí disfrutábamos del sol y la naturaleza, jugábamos, cogíamos tesoros… En ese parque conoció a su primera amiga y con ella los primeros juegos, las primeras riñas por el mismo juguete, destellos incipientes de complicidad en sus ojos, las dos manitas juntas hacia el siguiente juego creando la magia de la amistad.
Un día fuimos a la playa, sacamos el cubo y la pala y empezamos a hacer un agujero para luego llenarlo de agua, se sumaron dos pequeñas mellizas que habían sentadas al lado, el agujero iba creciendo poco a poco, se sumó un niño más mayor con su hermanita bebé que estaba también cerca, el niño tenía fuerza y el agujero fue adquiriendo profundidad, llegó otra familia con tres niños y se ubicaron detrás de nosotros, pronto los tres estaban cavando en la arena y el agujero era cada vez más grande… Les dije que podían ir a llenar los cubos de agua, todos los niños fueron corriendo hacia la playa con sus cubos de colores: rojo, azul, amarillo, rosa, verde… flotaban bajo sus pequeñas manos colgando de sus brazos mientras los niños corrían hacia la orilla, y cuando el agujero se convirtió en un pequeño lago, Sofía me pidió con sus ojos muy abiertos y destelleantes que metiera una sirena, «Pero una sirena de verdad, mamá.»
Entonces me adentré en el mar con mi equipo de buceo en busca de la sirena, encontré peces, calamares, estrellas de mar, esquivé medusas… pero ni rastro de sirenas, crucé nadando todo el mar mediterráneo hasta llegar a una isla griega donde escuché el canto más bello e intenso que jamás había oído, bordeé una gran roca y justo detrás había un grupo de sirenas espléndidas. Para convencer a una de ellas de que fuese a la playa de Valencia a jugar con mi hija les describí el amor que sentía por Sofía, entonces Ligeia, una sirena de cabello brillante y ondulado hasta más allá de su cola, decidió acompañarme.
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